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Del curso a la tarea, ida y vuelta

Aprender a trabajar

Allá lejos y hace tiempo el único modo de aprender a trabajar era trabajando. El maestro artesano enseñaba el oficio al joven aprendiz, asignándole tareas progresivamente. No había tiempos estipulados de antemano, cada individuo evolucionaba a su ritmo. Concluido el período de formación, el novato —convertido en “oficial”— debía producir una “obra maestra” y obtener la aprobación de un grupo de expertos para poder entonces abrir su propio taller. 

Con el pasaje del modo de producción artesanal al de producción en serie, trabajo y aprendizaje comenzaron a escindirse en tiempo y espacio. La díada “maestro – aprendiz” no se revelaba como eficiente a la hora de preparar rápidamente a grandes cantidades de trabajadores. El modelo escolar, en cambio, parecía ofrecer ciertas ventajas: relación “uno a muchos” entre docente y alumnos, tiempos acotados, estandarización de la enseñanza. El curso de formación quedó así identificado como el lugar para aprender; el puesto, como el lugar para usar lo aprendido. 

Durante gran parte del siglo XX la separación entre aprendizaje y trabajo operó como principio organizador de la Capacitación Laboral. De allí que causara tanto revuelo la aparición, en 1996, del esquema que hoy conocemos como “70/20/10”. Por esos años, tres investigadores del Center for Creative Leadership —McCall, Eichinger y Lombardo —— conducían un estudio que buscaba esclarecer cómo aprendían los profesionales a desempeñar su rol. Habían solicitado entonces a cerca de doscientos ejecutivos que identificaran las experiencias más relevantes en su desarrollo profesional. Lo que la investigación reveló cuestionaba abiertamente el lugar de privilegio que por entonces se otorgaba a los cursos: sólo el 10% de lo aprendido provenía, según los entrevistados, de instancias de capacitación didácticamente estructuradas. El 90% de los aprendizajes se había concretado en situación de trabajo, participando en proyectos (el 70%) o manteniendo interacciones significativas (el 20%) (1). 

Estudios posteriores muestran conclusiones similares. Corroboran que los cursos y el “día a día” en el puesto contribuyen al desarrollo profesional de las personas, aunque con diferentes pesos relativos. Proponen en consecuencia una oferta formativa combinada en la que “el 90” y el “10” del hoy popular esquema “70/20/10” se potencien mutuamente.

Ahora bien: esta propuesta de potenciación mutua parece asumir una relación armónica y fluida entre los aprendizajes que tienen lugar en el trabajo y aquéllos que se producen en los cursos. Da por sentado que entre el entorno de tarea y el de capacitación existe tal grado de afinidad que la gente puede, sin mayores dificultades, retomar en uno lo aprendido en el otro.  

En lo que resta de este artículo voy a abordar precisamente este punto. Quiero cuestionar, en primer lugar, el supuesto de la coherencia entre contextos mostrando cómo cursos y puesto pueden coexistir escindidos. Luego me ocuparé de los puentes, las instancias articuladoras que necesitamos diseñar si aspiramos a expandir las oportunidades para aprender.

Esferas separadas: la currícula y la práctica

¿Qué ocurre cuando las experiencias de aprendizaje en la tarea y las que ofrece el área de Capacitación constituyen esferas separadas? Precisamente de esto se ocupó Julian Orr en su libro Talking about machines. La obra consiste en una prolongada investigación en la que su autor —etnógrafo en Palo Alto Research Center— se encargó de estudiar, en la empresa Xerox, el oficio de los técnicos que reparaban las fotocopiadoras (2). 

¿En qué consistía ese oficio, y cómo era que los técnicos lo aprendían? Orr encontró en torno a estas preguntas dos perspectivas en conflicto. Una de ellas —a la que llama “directiva”— aparecía plasmada en la descripción del puesto y la currícula de entrenamiento. La tarea de un reparador era concebida allí como una secuencia simple de pasos a ejecutar: recibir el requerimiento, visitar al cliente, analizar el error de código de la máquina, consultar la documentación corporativa, y resolver el problema según las instrucciones de los manuales. Los cursos enseñaban a dominar estos pasos y a manejar las guías de trabajo prescriptas. 

La práctica concreta de los reparadores, sin embargo, revelaba algo muy diferente: el comportamiento de las fotocopiadoras no era previsible ni estándar. Cada máquina presentaba peculiaridades en función de su antigüedad, el estado de sus partes, el tipo de uso o el ambiente en el que estuviera situada. La acción conjunta de éstos y otros aspectos daba lugar a una enorme diversidad de fallas posibles que la documentación corporativa —acotada y de índole general— no alcanzaba a contemplar. Ante problemas no previstos, los prolijos mapas que orientaban la tarea perdían su utilidad. Los técnicos, entonces, tenían que valerse de otros recursos si querían solucionar el desperfecto. “¿Qué pasaba cuando el camino los llevaba fuera del mapa? Hay una respuesta simple a esta pregunta. Cuando el camino los llevaba fuera del mapa, los reparadores iban a… desayunar” (3). En efecto, el desayuno constituía el verdadero ámbito de aprendizaje. Mientras comían y reían los técnicos identificaban problemas, construían respuestas, bromeaban sobre sus propios errores y generaban nuevas comprensiones acerca de su rol.

Estamos, así, ante dos perspectivas difíciles de conciliar. Desde la mirada “directiva”, los prolongados desayunos o las interminables improvisaciones frente a una fotocopiadora de conducta errática se veían como actividades descarriadas. La capacitación estaba pensada para mostrar la forma adecuada de trabajar, ayudando a identificar y corregir tales “vicios”. 

Desde la perspectiva de la práctica, en cambio, los técnicos eran conscientes de que el comportamiento “encarrilado” dejaba un alto porcentaje de casos sin resolver. Gracias a sus supuestos “vicios” conseguían retener al cliente, y gracias a las “actividades descarriadas” podían aprender sobre su oficio. Los cursos de formación aportaban poco: su abordaje empobrecedor (“downskilling approach”) dejaba en evidencia la escasa estima que la corporación les profesaba. 

Esferas separadas 2: “la teoría” y “la realidad”

Consideremos ahora otro relato —extraído de mi propia investigación de campo (4)— al que ilustraré con citas textuales de sus protagonistas. La acción transcurre durante el curso “Conversaciones Difíciles”, destinado a dieciocho mandos medios. El docente, Salvador, está desarrollando el tema “Alineamiento genuino del equipo de trabajo”. A través de un breve desarrollo conceptual y de un role – play, está intentando que el grupo comprenda que “gestionar sólo desde la autoridad formal puede dañar las relaciones y entorpecer el cambio que como líder tratás de lograr.”

Algunos de los participantes sonríen y toman nota, entusiasmados. Otros se muestran escépticos. Uno de ellos sostiene enfáticamente que las organizaciones funcionan de un modo muy distinto al que postula Salvador: “el que está arriba, o sea el jefe, en última instancia trata de que vos aceptes lo que él piensa”. Su compañera complementa el señalamiento agregando que “a pesar de lo que estamos viendo acá, muchas veces las compañías no abren el juego a escuchar y no te permiten a vos como mando medio hacer preguntas o decir cosas incómodas.”

Salvador se muestra permeable a los cuestionamientos. “Bien, es válido” —concede—. “Puede que esto aplique para algunas organizaciones más que para otras. Pero a mí lo que me interesa ahora es llevarlos a las áreas de conciencia de ustedes, para que ustedes sí puedan alinear genuinamente a sus equipos. Nuestro propósito es que ustedes puedan llevar todo esto que vemos a nivel conceptual a un plano práctico.”  

Varios participantes menean la cabeza con incredulidad. Florencia, una integrante del grupo, pone palabras a lo que aparentemente constituye una objeción general: “Acá está, Salvador, la diferencia entre las teorías y la realidad. En la teoría todo son palabras lindas. La cruda realidad es que cuando vamos a los hechos, es diferente. Entonces, tanto hablar de diversidad, apliquemos la diversidad: tu apreciación será válida teóricamente, o para algunas organizaciones. No para las nuestras.” El grupo estalla entonces en una carcajada general que alivia la tensión. Salvador espera a que concluyan las risas y propone trabajar sobre un caso que les permitirá advertir la posibilidad de cambiar al menos en parte el contexto que describen. 

Levanta entonces la mano un muchacho: “Con todo respeto, Salvador… La gente está harta de palabras lindas, de que somos todos el mismo equipo y estamos en el mismo barco. Perdón, pero si tengo que ser franco yo solamente aplico el 30% o menos de las cosas que se ven en estos cursos. A veces pienso que tendría que agarrar el material y volver a leer, pero la verdad… las empresas son lo que son y yo mañana tengo que ir a trabajar”.  

Se acerca la hora del break y Salvador, a modo de cierre, sugiere que se concentren en “hacerse cargo”. Propone para luego del corte la elaboración de un plan de acción que les permita “desarrollar sus propios recursos”. El grupo agradece. Florencia, más apaciguada, concluye: “Me parece bien, porque aunque los cursos no te sirvan para la empresa, el saber no ocupa lugar”.

En busca de las conexiones

Los dos casos precedentes ilustran las diferencias estructurales que existen entre “el 10” y “el 90” del esquema de Eichinger, Lombardo y McCall. Los cursos —“el 10”— están regidos por la intencionalidad didáctica. Los desafíos que se plantean adoptan la forma de consignas cuidadosamente formuladas, que especifican claramente qué es lo que se espera del cursante. Aquí los errores no tienen costo, más bien forman parte del proceso.

El ámbito de trabajo —“el 90”—  está regido por la lógica de la vida cotidiana en una institución particular. Aquí los desafíos resultan infinitamente más complejos que aquéllos que se plantean en los cursos. Para hacerles frente es preciso, ante todo, configurar qué es lo que hay que resolver atendiendo a consideraciones de diversa índole: prioridades, costos de posibles errores, normativas, jerarquías, relaciones. Aun sin la presencia de agentes educativos, la organización “enseña” los criterios de resolución aceptables recompensando o sancionando de múltiples modos. La gente aprende por el mero hecho de habitar el entorno: observa, interactúa, ajusta su accionar a situaciones que nunca son idénticas a las precedentes.

Ambos contextos se asemejan poco. Los cursos constituyen el ámbito de las respuestas, de “lo teórico” y lo deseable; en la vida cotidiana abundan las preguntas y “la realidad” delimita el terreno de lo posible. No debería extrañarnos, entonces, que las personas encontraran difícil transferir saberes de uno al otro. Para “trasladar” lo aprendido de un entorno 1 a un entorno 2, los sujetos necesitan identificar similitudes que les permitan evocar en 2 las estrategias cognitivas desplegadas en 1 y confiar en que darán resultado. Si esto no sucede los aprendizajes quedarán encapsulados, como si marcharan por andariveles distintos.

En nuestro rol de formadores buscamos no sólo que la gente aprenda sino que aprenda a aprender, integrando las distintas experiencias en una historia de crecimiento personal consciente. Aspiramos a promover disposiciones crítico-reflexivas que permitan monitorear el propio proceso, aprovechando el aporte de toda situación significativa que toque vivir. Necesitamos, entonces, articular contextos de modo que “los recursos para el desarrollo funcionen mejor al orquestarse juntos. Separados, son meras herramientas” (5). 

Los puentes

Durante muchos años nuestra tarea se centró principalmente en la implementación de cursos. La aparición del esquema “70/20/10” agregó nuevas responsabilidades, como la sistematización de la práctica del feedback o la creación de dispositivos para entrenar en el puesto. Tal vez haya llegado el momento de tender puentes entre el “90” y el “10” para lograr su integración y complementariedad. Las ideas que siguen apuntan en esta dirección, buscando orientar el diseño de instancias articuladoras.

  1. Relevancia cultural 

Un punto de partida para el tendido de puentes radica en lo que Frida Díaz Barriga Arceo —docente e investigadora en la UNAM— llama “relevancia cultural de la instrucción”. La define como “una instrucción que emplea ejemplos, ilustraciones, analogías, discusiones y demostraciones relevantes en las culturas a las que pertenecen o esperan pertenecer los estudiantes” (6). Si los reparadores de fotocopiadoras que estudió Orr hubiesen encontrado en los cursos problemas cotidianos en lugar de problemas “prolijos”, probablemente habrían valorado más las instancias de formación corporativa. Algo similar habría sucedido si los mandos medios del taller de “Conversaciones difíciles” hubieran podido hacer dialogar el planteo “teórico” de Salvador con sus propias organizaciones. Una enseñanza culturalmente relevante “inunda de realidad” los cursos de formación, apuntando a que los destinatarios puedan establecer nítidas conexiones con su práctica concreta.

  1. Diseño colaborativo

La relevancia cultural a la que alude Díaz Barriga Arceo nos remite al quehacer colectivo propio de un determinado grupo humano. Son sus integrantes quienes están en condiciones de advertir qué tiene o no sentido para ellos, qué vale o no la pena, cuál es el tipo de problemas que se necesita resolver. Por eso, si buscamos “llenar de realidad” los cursos, necesitamos incluir en su elaboración a las diferentes “voces” que se imbrican en la co-creación del contexto cotidiano de tarea. Suele resultar conveniente la constitución de un equipo de diseño en el que diferentes actores sociales —los destinatarios y sus supervisores directos, entre otros— participen activamente tomando decisiones sobre el contenido, el alcance, los objetivos de aprendizaje y la secuencia didáctica de actividades (7).

  1. Acompañamiento a la transferencia.

¿Cómo lograr que la gente transfiera a su trabajo lo que desarrollamos en los cursos? David Perkins y Gavriel Salomon —investigadores y docentes en las universidades de Harvard y Haifa respectivamente— sostienen que para que la transferencia ocurra es preciso que la acompañemos. El acompañamiento puede, según los autores, adoptar dos modalidades (8). A través de la búsqueda prospectiva podemos promover una reflexión profunda sobre los “usos” futuros del contenido: ¿en qué tipo de situaciones puede resultar de utilidad?, ¿qué tipo de problemas ayuda a resolver?, ¿con quién convendría conversar sobre estos temas de regreso al puesto de trabajo? La búsqueda retrospectiva, en cambio, permite a los aprendices analizar su experiencia previa e identificar instancias en las que el curso podría haber contribuido: ¿qué se podría haber hecho de manera diferente de haber aplicado estos temas, y qué problemas se habrían evitado? Ambas modalidades de acompañamiento invitan a recuperar el valor del contenido como medio para enriquecer la acción.

  1. Dispositivos para el aprendizaje en equipo

Mi colega Verónica se desempeña como gerente de Nuevas Tecnologías del Aprendizaje en una compañía de servicios públicos. Tiempo atrás surgió en la empresa la necesidad de fortalecer capacidades técnicas en el área de Operaciones. Algunos de los operarios —especialmente los nuevos— precisaban desarrollar las competencias requeridas para resolver situaciones de tarea. Otros, quizás hábiles en la ejecución, necesitaban comprender con mayor profundidad los fundamentos de las soluciones exitosas. Trabajando junto a Operaciones, el equipo de diseño elaboró un curso e-learning —actualmente en uso— que aborda los temas críticos a través de videos. En cada uno de ellos, un supervisor del área describe brevemente un problema relevante en la organización y plantea distintas opciones de resolución. Una vez que los participantes marcan la alternativa elegida, el supervisor indica cuál es la correcta y explica por qué. También, cuando corresponde, señala errores habituales o supuestos erróneos que se reflejan en las operaciones incorrectas. La modalidad de cursada reproduce la dinámica cotidiana del sector: todos los integrantes de una cuadrilla —quienes trabajan juntos en la resolución de desperfectos— se “loguean” al mismo tiempo y discuten, en base a su experiencia, cuál es la opción que deben seleccionar en cada caso. Los debates entre compañeros brindan a cada persona la posibilidad de validar y enriquecer su saber. Al mismo tiempo ofrecen la oportunidad de lograr acuerdos acerca de qué mantener o modificar en su práctica colectiva. Luego de la cursada, los grupos de guardia conversan con sus supervisores acerca de lo aprendido. Estas conversaciones —durante las cuales aparecen cuestionamientos, buenas prácticas y problemas potenciales— permiten actualizar periódicamente el contenido del e-learning y mantener un “ida y vuelta” virtuoso entre curso y tarea. 

Hace tiempo que sabemos que la distinción entre “ámbitos para aprender” y “ámbitos para trabajar” carece de sentido. Hemos enriquecido nuestro aporte al promover distintas instancias de formación, más allá de los cursos. Podemos ahora dar un próximo paso, ayudando a articular experiencias diversas en ese devenir continuo al que hoy llamamos “lifelong learning”.

Notas

  1. El esquema “70/20/10” desarrollado por Morgan McCall, Robert W. Eichinger, y Michael M. Lombardo (center for Creative Leadership) está publicado en Lombardo, Michael y Eichinger, Robert (2000), The Career Architect Development Planner, Lominger Limited , tercera edición. 
  2. Orr, Julian (1996): Talking about Machines: An Ethnography of a Modern Job. Ithaca, NY: Cornell University Press. 
  3. Brown, John S. y Duguid, Paul (2000): “Balancing Act: How to Capture Knowledge Without Killing It, en Harvard Business Review, pág. 5.
  4. Vázquez Mazzini, Marisa (1015): La gestión del cariño. Una etnografía sobre el aprendizaje y la enseñanza en una escuela de negocios del Gran Buenos Aires. Buenos Aires: Antropofagia.
  5. Lombardo, Michael M. y Robert W. Eichinger (2000), The Career Architect Development Planner, Lominger Limited , tercera edición, pág. 5.
  6. Díaz Barriga, Frida (2003): “Cognición situada y estrategias para el aprendizaje significativo”. En Revista electrónica de investigación educativa 5(2), 1-13. 
  7. En el capítulo 3 de Hacer visible lo invisible. Una introducción a la formación en el trabajo (Ernesto Gore y Marisa Vázquez Mazzini, Buenos Aires, Granica, 2010) los lectores podrán encontrar el desarrollo de una práctica de diseño colaborativo. 
  8. Los mecanismos de transferencia por búsqueda prospectiva (forward-reaching high road transfer)  y retrospectiva (backward-reaching high road transfer) están descriptos en Perkins, David y Salomon, Gavriel (1988): “Teaching for Transfer”, en Educational Leadership 46(1): 22-32.

4 respuestas en “Del curso a la tarea, ida y vuelta”

Muy interesante y claro. Gracias Marisa por compartir argumentos y herramientas para un tema que, indudablemente, preocupa a la hora pensar en una formación que realmente aporte y sea eficaz!

Marisa, me encanta este baño praxis del aprendizaje. Muestra que hay creencias subyacentes en el quehacer diario que conviene revisar. Buena bibliografía. Me gustaría aportar que siempre “ámbitos de trabajar” implica además “ámbitos de aprender”, aunque la relevancia de esta forma de aprender depende de cada caso en particular.

Qué buena ida y vuelta sobre lo que es la capacitación para el trabajo y el trabajo de la capacitación. El fantasma del austríaco Iván Illich parece animarla en secreto.
Muchas gracias Marisa!!

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